
Yo he
abrazado la noche mientras el campo de batalla ardía.
Nada se movía en las calles mojadas del pueblo.
Las balas
silbaban por las esquinas, el agua de lluvia estaba muerta.
La fría
noche voló el puente en mil pedazos.
Las sombras
inundaban el camino hacia el bosque.
Y tras el
bosque las montañas y la frontera española.
Yo marchaba,
pensando en el tibio contacto de tu mano en mi cara.
Las rocas
milenarias me hablaban
y mis alas
me elevaban sin hacer ruido.
Pude tocar
el cielo, sí,
pero a
cambio de tu amor pacté mi rendición.
La última
aventura fue cruzar el río, pálido de destellos de luna.
En el
sendero encontré una flor que me susurró tu nombre.
En la alameda,
gritando agité mis brazos hacia al cielo.
Grité a la
catarata que se vertía entre los álamos.
Por la
llanura se oían los gallos al alba
y de las
cumbres nevadas
surgía
incólume la diosa blanca del crepúsculo.
De vuelta al pueblo
corrí por
entre los campanarios y los tejados.
Como un
demente te buscaba
en las
escaleras de mármol y en las cúpulas.
En la
lejanía, un huracán de desolación aullaba
entre las
calles sin vida.
Persiguiendo
las notas de un saxo llegué a la casa roja de la colina
y allí
encontré refugio de la tormenta.
En el alto
del promontorio
te rodeé con
mis brazos y sentí tu gentil cuerpo,
la enagua azul cayendo sobre tu pierna de seda
la enagua azul cayendo sobre tu pierna de seda
tu colgante celta y tus dedos de pirámide.
El niño y el
alba cayeron de nuevo a lo hondo del bosque.
Cuando desperté del sueño aún llovía
y tú te
habías marchado.
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