Dios me susurra al oído.
El diablo me recita también su réplica.
El niño que soy, vuelve de su paseo por las nubes y me dice:
“Una instantánea de la Aurora te traigo para que se ilumine tu sonrisa.”
Y es entonces que salgo de mi mundo interior y me digo: ha
sido, sucedió, mi fantasma ha vuelto y está aquí hablándome jadeante:
“Esta noche la luna salió tarde
y hay perfumes intensos que rodean la calle.
Desde los fríos muelles hasta las marismas del río,
una danza de vientos de otro tiempo
soplando bailan y derriban las murallas.
¡Reacciona, triste enajenado!
No he caminado hasta aquí para ver
el abismo de tus ojos
ahondarse en el vértigo que produce tu mirada.”
Y de pronto, mi mano oprime la senda de los justos como la bella
luz de la aurora va creciendo durante un instante, y viejos lastres se arrojan
al vacío como fantasmas aburridos, sin que pueda salvarlos la temblorosa
telaraña del sueño.
Pido al cielo el vacío, el abismo providencial.
Hundirme y permanecer en él la eternidad entera.
En la soledad que me invade, bajo la cama surge como una
serpiente un pensamiento vano:
“La sombra que me sigue…, ¿es la mía?”
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Valencia, enero 1996
(c) Luis Romero (2006)
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