domingo, 31 de marzo de 2013

Race with the Devil




Seguimos corriendo,
corremos como alma que lleva el diablo,
corremos en la madrugada
hasta ver las Puertas del Amanecer.

Y llegando al fin a nuestro destino
nos sentamos sobre aquella valla,
preparamos sopa de cabeza de cabra
para honrar al desconocido
que afinando su guitarra
espera en el cruce de caminos.

Vendan su alma,
dicen que es rentable.
Si no lo hacen, entonces corran.











 La leyenda del rockabilly...
Gene Vincent & Blue Caps / Race With the Devil (1956)




martes, 5 de marzo de 2013

HIJO Del VUDÚ

 




   Lisa Bonet en "El Corazón del Ángel"




     Era noche de luna llena. Yo estaba junto a la carretera al pie de la montaña con mi hacha en la mano derecha, haciendo astillas un tronco seco. Hacía falta leña en la cabaña para avivar el fuego.

     Estaba ensimismado viendo saltar las astillas a golpe de hacha, cuando me pareció escuchar el sonido de unos tambores entre la espesura del bosque. Caminé un trecho hacia el interior de la maraña de zarzas entre aquellos oscuros árboles. Lo que vi me dejó paralizado. Pensé que era un mal sueño. ¿Qué hacía yo allí? 


     El pequeño gallo rojo corría de un lado para otro. Trataba de salir del círculo blanco que dibujaban las camisas de los hombres y mujeres que formaban una circunferencia que se iba estrechando alrededor de él.

      El cerco se estrechaba lentamente. Siete hombres de raza negra tocaban los tambores y timbales a ritmo lento. Una chica joven bailaba una extraña danza en el centro de aquella reunión, moviendo todo su cuerpo a sacudidas, danzando al son de los tambores. El ritmo que marcaban era cada vez más rápido. Una hoja de cuchillo brilló en la noche de luna blanca. En el centro de la circunferencia  el gallo cayó en las manos de una anciana  que sin duda era alguien importante en aquel extraño clan. Con la sabiduría de haberlo hecho muchas veces, la mujer negra decapitó al gallo que aún corrió unos metros sin su cabeza. El gallo sin cabeza fue pasado de mano en mano. La sangre roja del ave tiñó los trajes blancos de todos los presentes; también el camisón de la chica situada en el centro, que impulsada por Dios sabe que demonios, seguía moviéndose a oleadas, impulsada por el frenético ritmo que tocaban los tambores y cabalgaba a un ser imaginario mientras pasaba el cuerpo inerte del pollo por su entrepierna cada vez a más velocidad, al rítmico golpeo de los tambores, profiriendo jadeantes gritos en un lenguaje extraño para mí.               

Todo aquello contemplaba escondido, desde un rincón del bosque situado al pie de la montaña. Había salido a recoger leña y sin saber por qué, me acerqué al aquelarre o lo que fuera aquello, con mi hacha en la mano.

                         

     Los tambores entonaron una marcha rítmica que helaría la sangre al más valiente de los hombres que hubiera pisado esa tierra. El ritmo del tam-tam era lento, parsimonioso, olía... a muerte. La sacerdotisa frenó su danza, miró a la maleza, luego se detuvo, me descubrió y dijo: “Traedlo aquí”.



      Me llevaron al centro del círculo ceremonial y me tumbaron en el suelo. Ella se sentó encima de mí, bañado su cuerpo y su ropaje en la sangre del pequeño gallo rojo, me bajó los pantalones y empezó a succionar mi miembro viril. Cuando alcanzó el tamaño deseado, se lo introdujo sin dificultad en su sexo y comenzó de nuevo el baile, mientras los timbales iban acelerando su compás de tam-tam, tam-tam, tam-tam, una y otra vez, tam-tam, tam-tam, tam-tam…

 


    

La chica no tenía más de quince años y era de esa extraña belleza que a veces se da en las mujeres de su raza. Me arañaba el pecho con sus manos y se arrancaba la camisa a jirones como hacen los gitanos, al tiempo que imprimía una cadencia infernal al vaivén de sus caderas. Los demás daban palmas de ánimo al ritmo impuesto por los tambores. A partir de un momento noté algo. La chica contraía los músculos de su vagina de tal forma que cuando apretaba parecía que iba a arrancarme el miembro, que iba a descuartizarlo. El dolor se mezclaba con el placer pero podía más el primero. En uno de sus empellones no pude más y queriendo quitármela de encima agarré el hacha, que reposaba a mi lado. El hachazo le cruzó la cara partiéndosela en dos mitades.

      Los tambores aplacaron su furia y todo el mundo pareció quedarse mudo. Aproveché el momento de indecisión para quitármela de encima – ni siquiera me había corrido – y ponerme en pie exhibiendo el hacha en actitud agresiva. Comencé a andar, quería estar lejos de allí, de aquella pesadilla, porque estaba seguro que era una pesadilla, otra pesadilla; al fin y al cabo yo no era más que un leñador que había salido a recoger un poco de leña.

     Los oficiantes me hicieron un estrecho pasillo por el que caminé tembloroso. En su final me esperaba la negra anciana. “Voodoo child, I put a spell on you”, me dijo.


     Empecé a correr como alma que lleva el diablo hacia el refugio y arrojé el hacha lo más lejos que pude a la maleza del bosque. Y seguí corriendo hasta encontrar la cabaña. Y hubiera corrido hasta el fin de mis días.

    Cuando me desperté del sueño, ella, mi sacerdotisa de verdes ojos, me besó y todo se hizo luz en mi mundo de sombras.


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Relato publicado en:



De Cielos y de Infiernos
Luis Romero
Libro de relatos cortos publicado en 2007