sábado, 15 de enero de 2011

CINE DE ANTES: El Western (I)



El Western. La criatura más genuinamente cinematográfica. Los demás géneros o temas no eran sino importaciones de la literatura y de las artes escénicas. La comedia proviene del teatro, del sainete en concreto; el musical, de la ópera y, sobre todo, de la revista; el drama psicológico de la novela burguesa del siglo XIX; el misterio del cuento gótico; el policíaco de las novelas por entregas, etcétera.
El western, por el contrario, es territorio virgen. Se fragua casi al mismo tiempo que el invento de los hermanos Lumière. Además, el gran bardo de la epopeya americana no va a ser la literatura o el teatro sino el cine. El nuevo arte no supera su carácter rudimentario, de artilugio de feria, hasta que no conquista el Oeste y los pioneros se afincan en California en busca de sol para rodar en exteriores. Significativamente, la época dorada del celuloide coincide con el período de esplendor del western. En la década de los cuarenta el género alcanza la madurez y, hasta la revolución del 68, las películas del Oeste gozan de una enorme popularidad y, al mismo tiempo, de prestigio entre los críticos. Tanto que casi ninguno de los grandes directores norteamericanos de la época dejó de probar suerte con los pistoleros y cowboys. Además de los “especialistas” (John Ford, Raoul Walsh, Henry Hathaway y compañía), hicieron películas del Oeste cineastas como Fred Zinnemann (Sólo ante el peligro), Otto Preminger (Río sin retorno), Fritz Lang (Encubridora) – todos de origen europeo -; o William Wyler (El Pistolero, Horizontes de grandeza), George Stevens (Raíces profundas), Mankiewicz (El día de los tramposos), Elia Kazan (Mar de hierba) y hasta el mismísimo George Cukor (El pistolero de Cheyenne) cuya sensibilidad e intereses tenía poco que ver con el género.
El declive viene a finales de los años sesenta, después de una serie de obras que se llamaron, precisamente, westerns crepusculares: Duelo en la Alta Sierra y Mayor Dundee de Peckinpah, Una trompeta lejana de Walsh, El Dorado de Howard Kawks, Valor de ley de Hathaway y, sobre todo, El hombre que mató a Liberty Valance, con el que el Homero de las praderas (John Ford) cierra el legendario ciclo. Muere el género porque sería como pretender seguir escribiendo libros de caballería después del Quijote. Eso fue lo que se empeñaron en hacer los italianos con el spaghetti-western. Lo que vino después fue exceso de violencia, personajes cínicos y una estética feísta. En el western y fuera de él.
Buena parte de las películas actuales sigue aún bajo los efectos de esa edad oscura. En este sentido el cine contemporáneo está en las antípodas de lo que significó el western. Tanto por su trasfondo antropológico como por su estilo narrativo.
Frente a la desaforada violencia actual (expresa o latente), la épica tiene en el western una configuración romántica. Comparadas con las escenas de acción de las películas de ahora (mostradas a menudo con brutal sensacionalismo), las del Oeste resultan rápidas, concisas, nada gratuitas. Pese a los arsenales que exhiben (desde los winchester de repetición hasta las armas blancas de los indios, pasando por toda clase de revólveres), pocas historias resultan menos violentas. Acaso porque su ceremonioso ritual (el duelo en la calle mayor, los ajustes de cuentas en el póker, las cargas de la caballería azul, los cantos de los guerreros indios, etc.), somete a esa violencia a unas reglas, unos códigos, que la emparentan con los caballeros medievales.
El western, el único género donde se puede atrapar al tiempo y detenerlo. 



Espero estar más inspirado en la siguiente entrega.


El WESTERN (II)



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