martes, 25 de enero de 2011

MINICUENTOS: El sabor de lo breve



Las lecturas de adolescencia y juventud suelen marcar nuestra vida. Los libros de autores como Cortázar, Poe, Chèjov o Borges, por poner algunos ejemplos de maestros del relato corto y la narración breve en general, causaron tempranamente en mí la inquietud de ponerme, yo también, manos a la obra. Como aprendiz de escritor que era – y sigo siendo –, mis primeros intentos de escribir una historia con final redondo en un par de folios me resultaban frustrantes. Sin embargo, prefería el cuento a la novela por muchos motivos. Como lector, leía todo lo que caía en mis manos, desdeñaba pocas cosas, y esa ardorosa avidez juvenil me llevó, tirando del hilo, de un autor a otro y de este a otro y así sucesivamente.
Con el tiempo y la lectura, es fácil darse cuenta de que las diferencias entre los textos breves, desde los años veinte hasta ahora, no son tantas. Mientras la novela, por dar un ejemplo, ha variado mucho desde entonces, los minicuentos siguen manteniendo rasgos comunes: siempre son breves, muchas veces, aunque no siempre, establecen relaciones intertextuales o culturales con otros géneros y siempre están bien escritos. Al mismo tiempo, todos son muy distintos, como siempre sucede con la buena literatura. Además, lo que permanece, más que algún estilo específico, es la excelente escritura, ya sea larga o corta.
De ese modo, una soleada mañana de mercadillo cayó en mis manos uno de los mejores libritos de minicuentos que he leído, La muerte viaja a caballo, del venezolano Ednodio Quintero. Lo compré porque no tenía más dinero y porque me gustó el título.
Así, a través de su contraportada, conocí la ficción breve venezolana y sus excelentes autores, de los que he querido hacer una breve, brevísima, selección:
Comenzamos el recorrido con este cuento de Ednodio Quintero (1947), que se publicó en La línea de la vida (1988), libro en el que el escritor reelabora algunos minicuentos que aparecían en La muerte viaja a caballo (1974):

TATUAJE

Cuando su prometido regresó del mar, se casaron. En su viaje a las islas orientales, el marido había aprendido con esmero el arte del tatuaje. La noche misma de la boda, ante el asombro de su amada, puso en práctica sus habilidades: armado de agujas, tinta china y colorantes vegetales dibujó en el vientre de la mujer un hermoso, enigmático y afilado puñal.

La felicidad de la pareja fue intensa, y como ocurre en esos casos, breve. En el cuerpo del hombre revivió alguna extraña enfermedad contraída en las islas pantanosas del oeste. Y una tarde, frente al mar, con la mirada perdida en la línea vaga del horizonte, el marinero emprendió el ansiado viaje a la eternidad.

En la soledad de su aposento, la mujer daba rienda suelta a su llanto y a ratos, como si en ello encontrase algún consuelo, se acariciaba el vientre adornado por el precioso puñal.

El dolor fue intenso, y también breve. El otro, hombre de tierra firme, comenzó a rondarla. Ella, al principio esquiva y recatada, lentamente fue cediendo terreno. Concertaron una cita; y la noche convenida ella lo aguardó desnuda en la penumbra del cuarto. Y en el fragor del combate, el amante, recio e impetuoso, se le quedó muerto encima, atravesado por el puñal.

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El gran escritor Oswaldo Trejo (1924-1996) publica en 1985 Una sola rosa y una mandarina, un libro en el que la brevedad no hace mella en su particular estilo hermético y experimental.

OTRA TRANSPARENCIA

Al mar la transparencia, para ellos desazulizándolo, desverdeciéndolo del lado allá de donde otros cortando, a manera de cubos, las grandes piedras.

Traslado de los cubos, pero sólo mientras la noche cercando las aguas, ya más blancas que las leches.

En actividad hasta la noche llegadera, de colocaje de los cubos, hasta las formas en las superficies de piedra.

Más allá, detrás de lo visible, los lugares del mar en los que las cosas asentándose. Los navíos acaso ya junto a las sacudidas de las especies marinas, en los estertores.

Pasado todo el mar, pasado, pasado. Acá la sequedad y allá del otro lado de los cubos, también la sequedad.

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Visión memorable (1987) de Miguel Gomes (1964), en este texto:

COTIDIANA

Tras una discusión, coloqué a mi mujer sobre la mesa, la planché y me la vestí. No me sorprendió que resultara muy parecida a un hábito.

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He dejado para el final a Antonio López Ortega (1957). En los 90 publica tres libros ejemplares: Calendario (1991), Naturalezas menores (1991) y Lunar (1997). El estilo de López Ortega tiene que ver con la ficción autobiográfica desarrollada en la brevedad. Sus textos son cortos, precisos, con finales abiertos, como descripciones de fotografías familiares. Nada tienen que ver con la intertextualidad evidente de otros autores, ni con el final sorpresivo que se atribuye al minicuento. Lo suyo son historias cotidianas de su vida que el autor nos deja entrever.  Este texto, de igual título que una obra de Cortázar, pertenece a Naturalezas menores:

LA OTRA ORILLA

Como el río voraz que recoge su caudal en la vertiginosa corriente, la imagen vuelve a latir en mi recuerdo. Mi padre ha extraviado el rumbo en alguna carretera de mi infancia y quiere acortar camino atravesando el puente que ya roza peligrosamente la crecida. Mi madre se asusta y dice "no, amor, por aquí no". Pero mi padre ensordece ante la súplica y aventura el Plymouth azul sobre los gruesos maderos de la base. Yo me asomo por la ventanilla, yo me asomo para ver los cauchos sumergidos en el agua marrón, yo me asomo para sentir el temblor del corazón en mi garganta. Una sacudida nos suspende en el aire como si el vehículo respondiera al timón alocado de la balsa que ya casi somos.

Ganada finalmente la otra orilla, apagado el lloriqueo de mi hermana y vueltos a su órbita los ojos de la madre, alcancé a ver el rostro sudoroso de mi padre: una tibia sonrisa, sí, una apuesta que el azar le consentía en las manos temblorosas, una secuencia vuelta pedazos que aun reconstruyo bajo el hierro al rojo vivo de los días.

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Otros escritores también muy recomendables son José Antonio Ramos Sucre,  Gabriel Jiménez Emán, Alberto Barrera o Wilfredo Machado. Este último publicó en 1994 un exquisito bestiario titulado Libro de animales, muy influido por Jorge Luis Borges.

Para terminar, un minicuento inédito que escribí en Valencia, en 1996. Creo que es fácil ver las influencias en este texto.

DESPERTAR
Dios me susurra al oído.

El diablo me recita también su réplica.

El niño que soy, vuelve de su paseo por las nubes y me dice: “Una instantánea de la aurora te traigo para que se ilumine tu sonrisa.”

Y es entonces que salgo de mi mundo interior y me digo: ha sido, sucedió, mi fantasma ha vuelto y está aquí hablándome jadeante: “Esta noche la luna salió tarde y hay perfumes intensos que rodean la calle. Desde los fríos muelles hasta las marismas del río, una danza de vientos de otro tiempo soplando bailan y derriban las murallas. ¡Reacciona, triste enajenado! No he caminado hasta aquí para ver el abismo de tus ojos ahondarse en el vértigo que produce tu mirada.”


Y, de pronto, mi mano oprime el alba durante un instante y viejos lastres se arrojan al vacío como fantasmas aburridos, sin que pueda salvarlos la temblorosa telaraña del sueño.

En la soledad que me invade, bajo la cama surge como una serpiente un pensamiento vano: “La sombra que me sigue, ¿es la mía?”

Nada más por hoy. Hasta una próxima emisión.

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