Era noche de luna
llena. Yo estaba junto a la carretera al pie de la montaña con mi hacha en la
mano derecha, haciendo astillas un tronco seco. Hacía falta leña en la cabaña
para avivar el fuego.
Estaba ensimismado viendo saltar las astillas a golpe de hacha, cuando me pareció escuchar el sonido de unos tambores entre la espesura del bosque. Caminé un trecho hacia el interior de la maraña de zarzas entre aquellos oscuros árboles. Lo que vi me dejó paralizado. Pensé que era un mal sueño. ¿Qué hacía yo allí?
El pequeño gallo rojo
corría de un lado para otro. Trataba de salir del círculo blanco que dibujaban
las camisas de los hombres y mujeres que formaban una circunferencia que se iba
estrechando alrededor de él.
Todo aquello
contemplaba escondido, desde un rincón del bosque situado al pie de la montaña.
Había salido a recoger leña y sin saber por qué, me acerqué al aquelarre o lo
que fuera aquello, con mi hacha en la mano.
Los tambores entonaron
una marcha rítmica que helaría la sangre al más valiente de los hombres que
hubiera pisado esa tierra. El ritmo del tam-tam era lento, parsimonioso,
olía... a muerte. La sacerdotisa frenó su danza, miró a la maleza, luego se
detuvo, me descubrió y dijo: “Traedlo aquí”.
Me llevaron al centro del círculo ceremonial y me tumbaron en el suelo. Ella se sentó encima de mí, bañado su cuerpo y su ropaje en la sangre del pequeño gallo rojo, me bajó los pantalones y empezó a succionar mi miembro viril. Cuando alcanzó el tamaño deseado, se lo introdujo sin dificultad en su sexo y comenzó de nuevo el baile, mientras los timbales iban acelerando su compás de tam-tam, tam-tam, tam-tam, una y otra vez, tam-tam, tam-tam, tam-tam…
La chica no tenía más de quince años y era de esa extraña belleza
que a veces se da en las mujeres de su raza. Me arañaba el pecho con sus manos
y se arrancaba la camisa a jirones como hacen los gitanos, al tiempo que
imprimía una cadencia infernal al vaivén de sus caderas. Los demás daban palmas
de ánimo al ritmo impuesto por los tambores. A partir de un momento noté algo.
La chica contraía los músculos de su vagina de tal forma que cuando apretaba
parecía que iba a arrancarme el miembro, que iba a descuartizarlo. El dolor se
mezclaba con el placer pero podía más el primero. En uno de sus empellones no
pude más y queriendo quitármela de encima agarré el hacha, que reposaba a mi
lado. El hachazo le cruzó la cara partiéndosela en dos mitades.
Los tambores aplacaron su furia y todo el mundo pareció quedarse mudo. Aproveché el momento de indecisión para quitármela de encima – ni siquiera me había corrido – y ponerme en pie exhibiendo el hacha en actitud agresiva. Comencé a andar, quería estar lejos de allí, de aquella pesadilla, porque estaba seguro que era una pesadilla, otra pesadilla; al fin y al cabo yo no era más que un leñador que había salido a recoger un poco de leña.
Los oficiantes me hicieron un
estrecho pasillo por el que caminé tembloroso. En su final me esperaba la negra
anciana. “Voodoo child, I put a
spell on you”, me dijo.
Empecé a correr como alma que lleva el diablo hacia el refugio y
arrojé el hacha lo más lejos que pude a la maleza del bosque. Y seguí corriendo
hasta encontrar la cabaña. Y hubiera corrido hasta el fin de mis días.
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